brillantes: en uno, mi madre muerta; en el otro, no se sabe…
La ciudad no se acuesta ni se
levanta: simplemente siempre bulle. Bastardos – cuyos nombres aún me
duelen – se asoman a para tentarme y volver a la heroína… Vagamos juntos
un rato, siempre al acecho de la maldita substancia rocosa, como
fantasmas que flirtean con los paraísos donde me coloca el olor
repugnante a plata ennegrecida con mechero… A veces, los llamo a mi
servicio. Otras, los ahuyento a balazos. Entonces respiro y salto a la
primera escena… El entierro prosigue en absoluto silencio: fosa común,
aves marías, flores, puñados de tierra, mucho llanto… Yo no echo tierra
si no salsa picante ¿Por qué? No lo sé. ¡Aquí todo está muerto! Huyo
corriendo, sin mirar atrás.
Atravieso el poblado sucio y terroso
donde compraba el “chino” a 10€ y vuelvo al Campo Santo maldito, no sé
cómo, dónde ya no queda nadie. Entre las coronas y ramos, busco un
paquete: ¡mi paquete! No tiene valor en realidad: sólo contiene
accesorios para una pistola que no veo por ningún lado, que me
comprometo a comprar para defenderte contra los demonios que me acosan,
porque sin arma no se puede sobrevivir en esa ciudad surrealista, que
nunca duerme, que me envía imágenes enigmáticas y dolorosas de pasado
reciente, que quiero enterrar, que retuerce mi corazón de miedo, hasta
que el llanto me abre los ojos, cada mañana, y tú me acunas, como si
fuera ese niño que tú dices, mi Amor, se perdió a los doce años y ahora
empieza a estar de vuelta…
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