viernes, 2 de agosto de 2013

La ciudad que nunca duerme

Otra vez la misma maldita pesadilla, en la misma ciudad que nunca duerme, noche tras noche: como otra cualquiera. La iluminación de las calles cambia con el ritmo de las horas: nunca se apaga. Multitud de recuerdos afloran vestidos de faralá, como romeros lejanos, en procesión doliente tras dos féretros de roble
brillantes: en uno, mi madre muerta; en el otro, no se sabe…
La ciudad no se acuesta ni se levanta: simplemente siempre bulle. Bastardos – cuyos nombres aún me duelen – se asoman a para tentarme y volver a la heroína… Vagamos juntos un rato, siempre al acecho de la maldita substancia rocosa, como fantasmas que flirtean con los paraísos donde me coloca el olor repugnante a plata ennegrecida con mechero… A veces, los llamo a mi servicio. Otras, los ahuyento a balazos. Entonces respiro y salto a la primera escena… El entierro prosigue en absoluto silencio: fosa común, aves marías, flores, puñados de tierra, mucho llanto… Yo no echo tierra si no salsa picante ¿Por qué? No lo sé. ¡Aquí todo está muerto! Huyo corriendo, sin mirar atrás.
Atravieso el poblado sucio y terroso donde compraba el “chino” a 10€ y vuelvo al Campo Santo maldito, no sé cómo, dónde ya no queda nadie. Entre las coronas y ramos, busco un paquete: ¡mi paquete! No tiene valor en realidad: sólo contiene accesorios para una pistola que no veo por ningún lado, que me comprometo a comprar para defenderte contra los demonios que me acosan, porque sin arma no se puede sobrevivir en esa ciudad surrealista, que nunca duerme, que me envía imágenes enigmáticas y dolorosas de pasado reciente, que quiero enterrar, que retuerce mi corazón de miedo, hasta que el llanto me abre los ojos, cada mañana, y tú me acunas, como si fuera ese niño que tú dices, mi Amor, se perdió a los doce años y ahora empieza a estar de vuelta…

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