lunes, 22 de julio de 2013

Sola parte 1



Sola. Muy sola. Demasiado sola. Una vez más y sin explicaciones. Nunca hay explicaciones. Después de los besos, el príncipe – una vez más – se convirtió en rana.
Cansada, aburrida, triste y melancólica. Haciendo zapping entre una catarata de imágenes de programas basura.

Pensando en todo. Pensando en nada.
Fue entonces cuando lo vi. Asomando sus pequeños y oscuros ojos por debajo del mueble bar, tanteando la situación. ¿Me asusté? No! Me sorprendí.
Yo debería estar sola. Muy sola. El ratón atravesó el comedor a velocidad endiablada y fue a parar a la cocina. Me levanté lo más rápido que pude y cerré la puerta. Quedaban un par de centímetros desde la puerta al suelo. Mierda! Me acerqué al cuarto de baño, cogí una de las toallas más grandes y la utilicé para tapar la pequeña ranura.
Lo atrapé. Lo había atrapado en MI cocina. Genial. Siempre podía tapiar la puerta e irme a cocinar a casa de mi madre. Traté de recordar si había alguna cosa en la dichosa cocina a la que tuviera un afecto especial…
Volví al comedor. El televisor seguía vomitando imágenes de colores. Tomé un trago. Tomé dos. Tome muchos más y perdí el conocimiento que hacía meses que ya no tenía…
Me desperté. Me dolía mucho la cabeza, como si miles de esquizofrénicos me pincharan en ella al unísono. Como tantos otros días no supe como había llegado a tan patética situación. Donde sí llegué, aunque balanceándome fue hasta la ducha y estuve en ella aproximadamente dos horas, vulnerando todos los tratados internacionales de solidaridad entre pueblos y conservación del medio ambiente.
Entré en la cocina, no sin antes recoger la toalla que había en el suelo (¿qué demonios hacía la toalla allí?). Me dispuse a preparar el café. Con la cafetera en el fuego, abrí la nevera para sacar la mantequilla y la mermelada. Una bola de pelo marrón, con patas y cola, salió disparada de debajo de la misma, rozo mi tobillo, atravesó la cocina y fue a esconderse debajo del lavavajillas. Quise gritar, llorar, saltar, rascar y cientos de verbos más.
Pero regresé a la ducha y estuve en ella otro “ratito”, tratando de eliminar la desagradable sensación que había quedado impregnada en mi cuerpo. Tenía un problema. Mejor dicho, tenía un ratón en mi cocina.
Me gustan los animales. Como pollo, ternera, cerdo, cordero y me encanta el besugo al horno. Ahora tenía un ratón cerca del horno. No, en serio. Tengo tres peces de colores, dos caracoles metidos dentro de una caja de zapatos bajo un mar de lechuga (si, lo sé, soy un poco rarita) y un par de hámsters que son la versión burguesa de lo que tenía atrapado en mi cocina. Pensé en buscar una solución que no pasara por la muerte del animalito, pues sus primos hermanos no me lo perdonarían nunca…
Soy imaginativa. Hoy en día, si eres mujer, no te queda más remedio. Entré en la cocina mirando a todos los lados y con una bolsa de la compra, de esas de plástico que te dan en el supermercado y que hacen un ruido horrible. La dejé caer en el suelo y puse un trozo de queso azul dentro. El queso podía olerse desde la calle. Esperé cinco minutos subida en el mármol. Espere otros quince. A la media hora se me dormían las piernas. Después de una hora esperando que el ratón saliera a comerse el queso tuve que bajarme del mármol y, tambaleándome, me fui a la cama para dejarme caer en ella. Tenía los ojos enrojecidos de tanto mirar, mis piernas estaban azules y me daba la sensación de haber pasado los últimos seis años de mi vida esperando a que el animalucho oliera el queso y quisiera comérselo. Luego pensé que, tal vez, no le gustara el queso fuerte…

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